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OBISPADO.- Homilías predicadas por Mons. González Montes el Jueves y Viernes Santos

AGMHomilía de la Misa «En la Cena del Señor»

Lecturas bíblicas: Ex 12,1-8.11-14

                        Sal 115,12-13.

                          1 Cor 11,23-26

                          Jn 13,1-15

Queridos hermanos y hermanas:

La liturgia de la Palabra de esta misa «en la Cena del Señor» con la que comienza el Triduo Pascual evoca la institución de la Pascua de Israel. El pueblo elegido la celebraba anualmente como memorial de la liberación de la esclavitud de Egipto. La Pascua era la fiesta de liberación que hoy sigue celebrando el pueblo judío, y tenía como acontecimiento central la cena pascual, para la cual se inmolaba el cordero pascual. En esta cena, respondiendo a la pregunta del más pequeño de la familia el padre narraba la gesta de la liberación, cuando Dios sacó al pueblo de Israel de Egipto, para conducirlo al Mar Rojo, en cuyas aguas el brazo fuerte de Dios derrotó a los egipcios, mientras quedaban libres los israelitas para encaminarse a la tierra prometida.

La pascua era la fiesta nacional de Israel y evocaba su constitución como pueblo elegido que comenzó a hacerse realidad histórica la noche en que los hebreos marcaron las jambas de las puertas con la sangre del cordero inmolado y, ceñidas las cinturas, puestas sandalias y bastón para el camino salieron de Egipto.

Jesús quiso celebrar esta fiesta pascual dándole un nuevo sentido, llevando al cumplimiento la promesa de los profetas de una nueva Alianza. Para ello dispuso Jesús que la cena pascual que celebró con sus discípulos anticipara su muerte, a la cual dio un sentido redentor, según la narración del evangelio, al ofrecerles como alimento su Cuerpo entregado a la inmolación de la cruz y como bebida su Sangre vertida para la salvación de la multitud. San Pablo nos transmite la narración de la institución de la Eucaristía evocando la cena y las palabras que en ella pronunció Jesús, mandándoles hacer lo mismo en su memoria. El Apóstol concluye el relato de la institución de la Eucaristía dando razón de su reiteración por las comunidades cristianas: «Por eso, cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva» (1 Cor 11,18).

Jesús quiso darles a comprender el sentido de su inmolación y del derramamiento de su sangre en un gesto de singular trascendencia para ellos, un gesto que mantiene toda su fuerza expresiva hoy, el lavatorio de los pies, que vamos a repetir en este Jueves Santo. Lavar los pies era una tarea de esclavos y sirvientes, no de quien era maestro y señor como Jesús para sus discípulos. Pedro no puede, por eso, aceptar lo que Jesús quiere llevar a cabo, no lo comprende: «Señor, ¿lavarme los pies tú a mí?» (Jn 13,6); pero el Señor le contestó: «—Si no te lavo, no tienes parte conmigo. Simón Pedro le dijo: —Señor, no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza» (Jn 13,7-8). Así era Pedro: había comprendido que el orden social establecido era un bien inferior a la amistad de Jesús y pone el amor a su amigo, maestro y señor, por encima de cualquier otra consideración.

Sin embargo, Pedro negará conocerle mientras Jesús era sometido a interrogatorio por el sumo sacerdote, asustado tras haber sido reconocido por una sirvienta. No había comprendido que tener parte en la vida de Jesús implicaba un seguimiento que incluía la pasión y la cruz. No había comprendido que la entrega amorosa por los demás llega hasta dar la vida sin reparar en la condición que un determinado orden social atribuye a cada uno. Jesús había puesto el principio que destruye la desigualdad y las categorías que separan a los seres humanos; con su gesto del lavatorio de los pies había quebrado el principio de la diferencia que separa para proclamar aquella igualdad en la dignidad humana que hace de los hombres hermanos por ser hijos del mismo Padre, el Dios creador y redentor del hombre. Cristo se entregaba a la muerte por nosotros para hacernos hijos de Dios.

El amor es fraterno porque emana de la misma paternidad divina, la de un Dios que es Amor; por eso, el evangelista san Juan, el discípulo particularmente amado por Jesús, escribirá en sus cartas:«Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor» (1 Jn 4,8); y después de decir que Dios envió a Jesús para darnos vida, concluirá: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino que él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de expiación por nuestros pecados» (1 Jn 4,10). De este modo la institución de la Eucaristía es el marco de comprensión de la fraternidad de los hombres.

Las razones sociales de la solidaridad son dignas de todo respeto, porque son profundamente humanitarias, pero no son suficientes para fundamentar el amor fraterno. El fundamento de este amor incondicional hasta la muerte es el amor de Dios revelado en la entrega de Cristo por nosotros. Por eso les dice Jesús a sus discípulos: «Vosotros me llamáis “el Maestro” y “el Señor”, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros: os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis» (Jn 13,13-14). Jesús quiso perpetuar la presencia de su entrega por nosotros en la celebración de la Eucaristía y quiso que el amor que la Eucaristía contiene fuera el modelo de lo que nos mandó practicar, la entrega generosa a los demás por amor. No es posible separar ambos mandatos de Jesús:«Haced esto en memoria mía» (1 Cor 11,24), y «Lo que yo he hecho con vosotros, hacedlo también vosotros» (Jn 13,14).

Para perpetuar la Eucaristía quiso además Jesús, en aquella misma última Cena, instituir el ministerio sacerdotal, entregándole a los Apóstoles su celebración a perpetuidad. La Eucaristía es inseparable de los Apóstoles, que nos la han transmitido y de sus sucesores, a los cuales confió Jesús la Iglesia. El santo papa Juan Pablo II enseña cómo la Eucaristía es apostólica porque fue encomendada por mandato del Señor a los Apóstoles y porque se celebra en conformidad con la fe de los Apóstoles (San Juan Pablo II, Carta encíclica Ecclesia de Eucharistia [2003], n. 27). La apostolicidad de la Eucaristía es inseparable de la apostolicidad de la Iglesia que se fundamenta en la doctrina apostólica sobre el misterio santo de la Eucaristía y la sucesión de los Apóstoles por los obispos en comunión con el Sucesor de Pedro. El santo papa reitera la doctrina del Vaticano II y agrega: «La sucesión de los Apóstoles en la misión pastoral conlleva necesariamente el sacramento del Orden, es decir, la serie ininterrumpida que se remonta hasta los orígenes, de ordenaciones episcopales válidas. Esta sucesión es esencial para que haya Iglesia en sentido propio y pleno» (EE, n. 28a).

Los obispos hacen partícipes a los sacerdotes de este ministerio de Cristo y así, siendo verdad que los fieles participan del sacerdocio real de Cristo tomando parte en la Eucaristía y ofreciéndose con su propia vida al Señor, esta ofrenda de los fieles se realiza por medio del sacerdote, ya que como enseña también la doctrina de la fe repetida el Concilio Vaticano II, «es el sacerdote ordenado quien “realiza como representante de Cristo el sacrificio eucarístico y lo ofrece a Dios en nombre de todo el pueblo” (LG, n. 10). Por eso se prescribe en el Misal Romano que es únicamente el sacerdote quien pronuncia la plegaria eucarística, mientras el pueblo de Dios se asocia a ella con fe y en silencio (Institutio generalis: editio typica tertia, n. 147)» (EEb).

Lo he recordado este año a todos los sacerdotes y fieles en la Misal crismal que hemos celebrado ayer. Lo reitero ahora para que apreciemos con profundo amor el ministerio de los sacerdotes, sin los cuales la Iglesia quedaría privada de la Eucaristía que contiene —como también enseña el Concilio— todo el bien de la salvación (Vaticano II: Decreto Presbyterorum Ordinis, n. 5b). Todo cuanto hagamos para suscitar y fortalecer la vocación de los adolescentes y jóvenes llamados al ministerio sacerdotal por Jesús será poco, porque el Señor ha querido confiar a los sacerdotes la predicación del Evangelio con la autoridad que él les ha otorgado y la realización de los santos misterios como ministros de los sacramentos.

Quiera el Señor suscitar estas vocaciones e inspirar al pueblo cristiano la estima por el ministerio sacerdotal, para que la Iglesia siga proclamando el Evangelio y celebrando la Eucaristía que nutre el amor fraterno. El Papa Francisco ha recordado esta mañana cómo reza por los sacerdotes, para que su cansancio no los agote y sea «como el silencio que sube silenciosamente al cielo, va directo al corazón del Padre»[1]. Les ha dicho «Rezo por los que trabajáis en medio del pueblo fiel de Dios que se os ha sido confiado, y muchos en lugares muy abandonados y peligrosos», a lo que ha añadido en su homilía: «Nuestra fatiga es preciosa a los ojos de Dios».

También a los obispos nos preocupa el cansancio de nuestros sacerdotes, nuestros más estrechos colaboradores y rezamos y pensamos en ellos constantemente. Nuestros sacerdotes tienen que ocuparse de varias comunidades, reclamados por tantas otras a las que no pueden llegar. Nos unimos hoy a la oración del Papa para que el Señor no deje de sostener a nuestros sacerdotes y suscitar las vocaciones al sacerdocio para la que se preparan nuestros seminaristas, que como cada año nos acompañan en las celebraciones de la Semana Santa en nuestra Iglesia Catedral.

Que el amor por el sacerdocio y el amor por los pobres nos recuerde en este jueves santo que por medio de ellos sigue presente entre nosotros, nos sigue salvando y sigue pidiéndonos el amor fraterno que es respuesta al amor que él nos ha tenido entregándose por nosotros.

S.A.I. Catedral de Almería

2 de abril de 2015

Jueves Santo

            + Adolfo González Montes

                                           Obispo de Almería

 

 

 

Homilía en la Conmemoración de la muerte del Señor

Lecturas bíblicas: Is 52,13-53,12

                        Sal 30,2.6.12-13.15-17.25

                        Hb 4,14-16; 5,7-9

                          Jn 18,1-19.42

Queridos hermanos y hermanas:

Hemos comenzado esta conmemoración de la muerte del Señor con la entrada de los ministros en silencio y la postración ante el altar, acompañados los ministros por el pueblo arrodillado. Todos cuantos formamos la asamblea litúrgica a esta hora nona, nos hemos sumido en actitud de humillación y súplica ante el acontecimiento que conmueve todo el universo creado. Sólo cabe el silencio y la meditación al contemplar al Hijo de Dios en el horrible suplicio de la cruz.

Pidamos el auxilio de Dios misericordioso para poder penetrar en el sentido de la muerte de Cristo. Toda la liturgia de este día nos descubre el sentido redentor de la muerte de Jesús por nosotros. El evangelio según san Mateo que leíamos esta mañana en el oficio divino dice que «Jesús, dando de nuevo un fuerte grito, exhaló el espíritu» (Mt 27,50); y añade que «En esto, el velo del Santuario se rasgó en dos, de arriba a; tembló la tierra y las rocas se hendieron. Se abrieron los sepulcros, y muchos cuerpos de santos difuntos resucitaron» (Mt 27,51-52).

No sólo la tierra se estremece ante la muerte de Jesús, sino que por su muerte nos han sido perdonados los pecados y hemos sido purificados. En la carta a los Hebreos leemos que Jesús por su muerte abrió el santuario y entró para siempre en él, pero no entró en el santuario del templo de Jerusalén, cuyo velo se rasgó al morir Jesús para dar acceso directo al santo de los santos, el recinto donde sólo entraba el sumo sacerdote una vez al año para realizar el rito de la expiación; Jesús por su muerte y a través del velo de su carne ha entrado en el santuario del cielo, donde penetró no con sangre de machos cabríos, que no podía purificar, sino habiendo vertido su propia sangre por nosotros «de una vez para siempre»(Hb 9,12).

En el Credo confesamos que, por su muerte, Jesús descendió a los infiernos, que según la concepción de la Biblia en la época de Jesús era el lugar de los muertos, de todos, buenos o justos y malos o condenados para siempre. Al afirmar el evangelista que se abrieron los sepulcros y que muchos cuerpos de santos difuntos resucitaron, está hablando de la eficacia de la muerte redentora de Cristo; y está diciendo que la muerte del Señor era condición de su victoria definitiva sobre la muerte y principio de la liberación de todos los que a lo largo de las generaciones habían muerto en la amistad de Dios. Un misterio de salvación que se manifestaría de forma definitiva en la resurrección de Jesús de entre los muertos. Por eso, ante la muerte de Jesús el centurión que lo custodia y los guardias que con él custodiaban al Crucificado exclaman:«Verdaderamente éste era hijo de Dios» (Mt 27,54).

La lectura de la pasión según san Juan que acabamos de escuchar esta tarde del Viernes Santo nos coloca ante Jesús como aquel que, subido en el suplicio de la cruz, revela su condición de Hijo de Dios. Por eso el evangelista que da testimonio de la muerte del Señor describe su alzamiento en la cruz como verdadera exaltación del Redentor del mundo; en la cruz ocupa Jesús, que ha confesado ante Pilato ser verdaderamente rey, el trono desde el que reina sobre el mundo. Dice san Pablo que «Cristo nos rescató de la maldición de la ley, haciéndose él mismo maldición por nosotros, pues dice la Escritura: “Maldito el que cuelga de un madero”» (Gál 3,13). Fue levantado en la cruz para que todos pudieran dirigir hacia él sus miradas y verse libres de la maldición que hizo suya, cumpliéndose así lo que Jesús había dicho de sí mismo: «Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32). Hablaba así de su propia glorificación por el Padre.

El letrero que Pilato hizo colocar sobre la cruz decía verdad: Jesús es rey, aunque su reino no es de este mundo. Es un reino de justicia, de libertad, de amor y de paz, un reino de gracia que viene de Dios y es salvación de la humanidad perdida por el pecado. Por eso cuando Pilato muestra a Jesús a la plebe que pide su condena y dice: «Aquí tenéis al hombre» (Jn 19,5), tampoco sabe que dice verdad de fe: Jesús es el hombre nuevo al que Dios ha dado el reino y el poder y la gloria, a quien Dios Padre ha entregado el juicio del hombre y de la historia, y un día vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos y su reino no tendrá fin.

Vemos que Jesús colgado de la cruz siente sed acosado por el tormento, pero su sed más hondamente sentida es sed de salvación para la humanidad, que llegará cuando los hombres todos miren al Crucificado para encontrar en él la salvación, como había profetizado Zacarías y san Juan recoge sus palabras: «Mirarán al que atravesaron» (Jn 19,37; Za 12,10). El vidente del libro del Apocalipsis contempla a Jesús glorificado a quien Dios Padre ha entregado el dominio pleno y universal, es el Hijo del hombre que viene sobre las nubes del cielo, y exclama: «Mirad, viene acompañado de nubes; todo ojo le verá, hasta los que le traspasaron, y por él harán duelo todas las razas de la tierra. Sí. Amén.» (Ap 1,7).

Jesús según el evangelista san Juan fue muerto en la víspera de la fiesta de la Pascua, cuando eran degollados los corderos de la cena pascual del día siguiente, circunstancia que precipitó su sepultura. Esta coincidencia temporal es contemplada por el evangelista para ver en Jesús el verdadero Cordero degollado por nuestros crímenes, como profetizara Isaías. El profeta lo contempla como «varón de dolores, acostumbrado a sufrimientos» (Is 53,3); y dice de él:«Nuestro castigo saludable vino sobre él (…) y el Señor cargó sobre él todos nuestros crímenes. Maltratado, voluntariamente se humillaba y no abría la boca; como cordero llevado al matadero…»(Is 53,6-7).

Como vio en Jesús el cordero pascual, el evangelista ve también con toda verdad en el Crucificado el «Cordero de Dios que quita los pecados del mundo» (Jn 1,29), como lo había llamado el Bautista después de bautizarlo en las aguas del Jordán. Jesús es el cordero pascual degollado, al que no debían según el ritual quebrantar hueso alguno, y por eso cuando lo bajaron de la cruz «viendo que ya había muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados con la lanza le traspasó el costado y al punto salió sangre y agua» (Jn 19,33-34). La Iglesia ha visto cómo del costado abierto del Redentor manan los sacramentos del bautismo y de la Eucaristía; y vemos cómo Jesús, en verdad, al tiempo que es el cordero pascual cuyos huesos no fueron quebrantados, es también el cordero propiciatorio que contempló el Bautista, el cordero inmolado por los pecados del mundo.

Por eso, como quien ha padecido la pasión y la muerte para salvarnos, es contemplado por el autor de la carta a los Hebreos«coronado de gloria y honor por haber padecido la muerte, pues por la gracia de Dios gustó la muerte para bien de todos» (Hb 2,9). Por eso es el Sumo Sacerdote que puede compadecerse de todas nuestras debilidades y flaquezas, porque ha sido «probado en todo, igual que nosotros, excepto en el pecado» (Hb 14,15). Podemos, pues, «confiadamente acercarnos al trono de la gracia, a fin de alcanzar misericordia y hallar gracia para ser socorridos en el tiempo oportuno» (Hb 4,16).

Por medio de Jesús Sumo Sacerdote de los bienes imperecederos oramos esta tarde por la Iglesia y por el mundo. La cruz de Cristo nos ha salvado y por eso adoramos esta cruz bendita que es manantial de gracia para el mundo. Dios ha redimido nuestros pecados en el amor que contiene esta cruz que hoy adoramos. En ella están todos los sufrimientos de los hombres, nuestros dolores y quebrantos, físicos y morales, los crímenes que han aniquilado la vida de tantas víctimas sometidas a vejaciones y torturas, a muertes violentas y aterradoras, las enfermedades físicas y mentales que han llevado a sufrimientos incontables. El dolor del mundo ha encontrado en la cruz de Jesús un nuevo horizonte porque Dios lo querido hacer suyo en Jesucristo por puro amor. La misericordia de Dios y su compasión del hombre creado por amor han vencido en la muerte de Jesús en la cruz el dolor y el pecado. Dios ha derrotado en esa cruz el poder de la muerte, abriendo el corazón del hombre a la esperanza que se funda en la gloriosa resurrección del Salvador. Podemos decir, en verdad: ¡Victoria, tú reinarás! / ¡Oh cruz, tu nos salvarás!

Terminamos estas reflexiones mirando a la Virgen dolorosa junto a la cruz de su hijo, transida de dolor y unida al Crucificado con el amor con acogió al Hijo de Dios en sus entrañas. Con el discípulo amado, que la recibió por madre de labios de Jesús ya agónico en la cruz, estamos también nosotros a los pies de esa cruz, sostenidos por la fe que ella mantuvo, y alentados por la esperanza con la que ella aguardó la resurrección. Que ella, la Madre del Redentor, fortalezca nuestra fe en la redención de su Hijo y nos ayude a ser testigos del amor de Dios ante los hombres nuestros hermanos.

S.A. I. Catedral de la Encarnación

3 de abril de 2015

Viernes Santo

            + Adolfo González Montes

                                            Obispo de Almería

 

Escrito por en 4 Abr 2015. Archivado bajo Semana Santa 2015, Última Hora.
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