Un juicio del que todos saldremos condenados
Todo lo que puede acabar mal, acabará mal. Sobre todo, si todo lo que se hace está orientado al final desastroso. Es lo que ocurre, y seguramente va a ocurrir, con el juicio que se inicia con mucha probabilidad dentro de poco más de una semana contra los dirigentes del secesionismo catalán. Las consecuencias de ese proceso, que durará meses, no recaerán solamente, claro está, sobre los presumiblemente condenados, no: el juicio se ha montado, por unos y otros, casi como un espectáculo circense, del que la propia idea de la justicia no va a salir indemne, para no hablar ya de la imagen internacional de nuestro país.
Desconocemos aún la lista definitiva de los testigos que comparecerán en el juicio principal –en el Supremo, contra doce procesados, encabezados por Oriol Junqueras; hay casi decena y media más de causas abiertas derivadas del secesionismo catalán en otros ámbitos–. Desconocemos también cómo piensan enfocar el acto tanto el presidente de la Sala Penal del Supremo, Manuel Marchena, como los propios abogados defensores. Pero sí podemos afirmar que el desarrollo del juicio no va a ser digamos convencional. Lejos de eso: incluso la actuación, que será desmedida, de la peculiar acusación popular, básicamente representada por el secretario general de Vox, Javier Ortega Smith, va dirigida hacia el espectáculo. Que será muy rentable, claro, para la formación de ultraderecha, justo en vísperas de las elecciones municipales, autonómicas y europeas. La tormenta perfecta, vamos.
De Llarena, a Marchena. La instrucción llevada a cabo por el primero derivó en petición de penas durísimas y en el mantenimiento en prisión provisional durante más de un año de los líderes del ‘procés’ independentista. Ciertamente, cometieron serios delitos contra el orden constitucional y contra la unidad de España en octubre de 2017, y eso, si sale mal, se paga. Pero este encarcelamiento provisional, azuzado por la huida del país de Puigdemont y varios ‘consellers’, ha servido de constante fuente de agitación del sentimiento antiespañol que indudablemente anida en una parte, creo que aún minoritaria, de la ciudadanía catalana. Los puentes, casi todos los puentes, se han destruido gracias a la acción fanática de la Generalitat y algo también, pero menos, por la actuación miope y desunida de las fuerzas constituionalistas, comenzando por los gobiernos de Rajoy y, ahora, de Sánchez, que intenta, casi a la desesperada, algún tipo de arreglo desde los contactos más o menos subterráneos con ‘la otra parte’.
Ni el presidente del Gobierno central, ni los líderes de la oposición, ni los medios de un lado y de otro, ni el Tribunal Supremo, ni, desde luego, la Generalitat, van, vamos, a salir sin arañazos de este asunto, que será explotado cotidianamente por el secesionismo dentro y fuera de España. La gran polémica nacional acerca de cómo afrontar el ‘problema catalán’, que ya es secular, se va a avivar entre los ‘halcones’ involucionados, que escucharán con placer el discurso flamígero de Ortega Smith, y los que, por el contrario, piensan que la negociación sigue siendo la medicina más idónea que quizá no cure el mal definitivamente, pero que, al menos, servirá para no agravar aún más la enfermedad. Y eso, la polémica agria y encendida, es justamente lo que menos necesitamos precisamente ahora, cuando nuestro país se embarca en el cuarto año de una crisis política cuya duración y extensión resultan preocupantes.
Algo tiene que pasar. De momento, me preocupa ver que, ante el ‘juicio del siglo’ no parece haber –al menos, no se percibe– ni siquiera un plan de comunicación en defensa del Estado y de las instituciones: voceros independentistas cargan sin límite contra la figura del Rey y nadie hace nada, desde este lado, por defenderla. Así que ya digo: todo lo que puede acabar mal…
-Fernando Jáuregui-