Buscando ser felices
Más allá de la publicidad multicolor, de las iluminaciones, del consumo compulsivo, la Navidad nos remueve el alma con un vago deseo de felicidad imposible. Sabemos que pasarán estos días y todo seguirá lo mismo, más o menos.
Abrazar a la familia o a los amigos, juntarnos para cenar o comer, nos parece que puede darnos algo de felicidad y lo repetimos un año tras otro, como una obligación ineludible, casi sagrada.
Deseamos ser felices, tenemos un deseo incolmable de felicidad. Quizás pensamos que teniendo esta cosa o aquella, viajando a tal o cual lugar, consiguiendo hacer realidad nuestros sueños, seremos felices, pero alcanzada cualquier meta, seguimos sintiendo un vacio interior, aunque no se lo confesemos a nadie. Buscamos un bien absoluto alcanzado el cual no volveríamos a tener sed.
Lo que nos recuerda cada Navidad es que existe Alguien que nos ama, hasta el punto de enviar a su Hijo al mundo para ser como un hombre cualquiera, crecer en una familia, juntar un grupo de amigos, anunciar la buena noticia de que somos amados por Dios, hijos de Dios. Era una luz que brillaba en el mundo, pero el mundo no lo recibió, lo colgó de una cruz hasta que expiró, pero volvió a la vida, se apareció a los suyos y les ordenó anunciar su mensaje al mundo entero, el mundo de todos los tiempos.
No nos podemos quedar con el niñito de la Navidad sin aceptar también al crucificado y al resucitado que sigue convocando a todos los hombres a experimentar el amor de Dios. San Agustín lo expresó maravillosamente: “nos hiciste, Señor, para Ti y nuestro corazón estará inquieto mientras no descanse en Ti”.
Solo en Dios podremos encontrar la felicidad que buscamos, pero nos empeñamos en ir por otros caminos, alcanzarla por nosotros mismos, incluso pensamos que Dios, si existe, es un obstáculo a nuestra libertad.
Pero es precisamente la libertad lo que hemos recibido de Quien nos llamó a la existencia, para que libremente lo busquemos, lo reconozcamos y lo amemos.
¿Cómo amar a Dios? Pues amando a nuestros prójimos como a nosotros mismos, siempre que tengamos claro que amarnos a nosotros mismos es conseguir el pleno desarrollo de todas nuestras posibilidades y no el acumular cosas. Es más importante ser que tener.
Amar a Dios no nos quita de encima los problemas ni las preocupaciones, pero nos ayuda a situarlas en otra dimensión. Pase lo que pase Dios siempre quiere nuestro bien, aunque no lo entendamos.
Una nueva Navidad, un nuevo año, una nueva oportunidad de orientar nuestra vida según Dios, un Dios que siempre respeta nuestra libertad, que quiere que participemos en su eterna bienaventuranza, pero si nos empeñamos en darle la espalda y en negarlo, seremos nosotros mismos los que nos excluyamos para siempre de su presencia.
Terminaré citando otra vez a San Agustín: ¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! y tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por de fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Me retenían lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían.
Feliz Navidad.
-Francisco Rodríguez-