Intervención completa de José María Aznar en el Club Siglo XXI
Un día como hoy de 1977 España se encontraba a punto de elegir Cortes Constituyentes. Las elecciones del 15 de junio abrieron una gran etapa de nuestra historia, que llega hasta nuestros días y que tuvo su momento más importante en la aprobación de la Constitución de 1978. Hoy, la opinión mayoritaria sigue siendo que aquella fue una gran obra colectiva, y es justo que sea así.
Porque la Transición no fue una tarea fácil. No estaba escrita, no era inevitable. Fue posible sólo después de que la Ley para la Reforma Política permitiera a los españoles fijar la reforma y no la ruptura como el terreno en el que debían producirse los cambios. Aunque algunos preferían lo contrario.
En la Transición hubo realmente varias transiciones; diferentes pero ligadas entre sí, y todas fueron difíciles.
En mi opinión, las fundamentales fueron cinco, que culminaron con sendos compromisos políticos que pueden considerarse históricos.
Primero, la transición desde la política de la exclusión hasta la política de la reconciliación, expresada en el compromiso con la Monarquía Parlamentaria, con la Corona como símbolo de unidad aceptado por todos.
Segundo, la transición desde el autoritarismo hasta la democracia, obra de una nación convocada en torno al Rey, motor del cambio. Que culminó en el compromiso con el Estado de derecho, entendido como “organización política liberal”, según la fórmula empleada por las Comunidades Europeas en 1962, cuando rechazaron nuestro ingreso precisamente por carecer de ella.
Tercero, la transición desde el centralismo hasta la autonomía, que originó el compromiso del Estado autonómico, compromiso entre unidad y diversidad, tan abierto en su desarrollo como inequívoco en sus fundamentos: la soberanía nacional y una nítida afirmación de la solidaridad como principio y del interés general como piedra de toque del sistema.
Cuarto, la transición hasta una sociedad abierta, de oportunidades, con movilidad, de clases medias. Una transición que se apoyaba en dos pilares ya presentes en los Pactos de La Moncloa: la apertura de la economía de mercado y el desarrollo de un Estado de bienestar con referencia a un nivel europeo.
Y en quinto lugar, la transición desde el aislamiento internacional hasta el europeísmo activo. Una transición que de hecho significaba ponerse en camino hacia el atlantismo, como se hizo evidente pocos años más tarde.
En suma, cinco desafíos: nacional, institucional, territorial, social y sobre la posición exterior de España. Y la respuesta de cinco compromisos: Nación y monarquía, Estado de derecho, Estado autonómico, sociedad de bienestar y europeísmo.
Esas transiciones, asentadas en sus respectivos consensos, fueron una gran obra política. Y así debemos reconocerlo.
Sin embargo, la historia no se detuvo en 1978. Al contrario, se aceleró y modificó el escenario. El mundo de la Transición -un mundo que había permanecido relativamente estable durante décadas- duró apenas unos años más.
Sobre sus cinco compromisos de fondo comenzaron a presionar circunstancias que cambiaron muchas cosas importantes en muy poco tiempo. Circunstancias igualmente entrelazadas y que también pueden sintetizarse en cinco.
En primer lugar, el final de la Guerra Fría y el derrumbe del Muro de Berlín, que aceleraron la descomposición ideológica de la izquierda, y causaron una alteración profunda de los equilibrios y de las alianzas estratégicas de defensa y de seguridad.
Segundo, un cambio determinante en el proceso de integración europea. En 1977 España pidió su ingreso a una Comunidad que en 1986 ya era distinta. Y aún lo sería mucho más pasados unos años. Con el Acta Única, como anticipo del Tratado de Maastricht y del euro, comenzó la creación de una Europa nueva.
En tercer lugar, la reunificación de Alemania y la ampliación hacia el Centro y el Este, que cambió la posición relativa de todos los países europeos. Para España -en palabras de José Pedro Pérez Llorca- supuso el desplazamiento “desde la periferia del centro hasta la periferia de la periferia”. Una Europa más complicada para los intereses españoles y dispuesta a poner en marcha un proceso real hacia una moneda única, como anclaje alemán en la Unión.
En cuarto lugar, la globalización, que tiene causas demográficas, políticas, económicas y tecnológicas, y que empezó a crear un nuevo mapa del mundo. Un mapa en el que, como nos ha recordado Emilio Lamo de Espinosa, Europa lleva camino de configurarse como el extremo Occidente, y la Península Ibérica como la parte más extrema de él.
Y, finalmente, un cambio demográfico de la sociedad española y europea. La España de la Transición era un país de 35 millones de habitantes, de los cuales casi la mitad tenía menos de 25 años; con un 5 por ciento de paro, escaso gasto público y poco endeudamiento. Eso permitió un pacto social destinado a extender los servicios públicos y el Estado de bienestar, la sanidad y las pensiones sobre la base segura de una pirámide de población no invertida sino real. Y sobre un gran potencial de crecimiento en un mercado europeo al alcance de la mano. Esto también cambió rápidamente.
Todas estas circunstancias configuraron un mundo nuevo a finales de los años ochenta y principios de los noventa, muy distinto del de 1978, y demandaban una reacción política basada en la reforma y en la adaptación.
La respuesta, sin embargo, no estuvo a la altura del momento. No se creó empleo, no se hizo posible la convergencia real con Europa, no se generó estabilidad. Al contrario, la resistencia de España, de su sociedad civil y de sus instituciones, fue puesta a prueba, por recordar la expresión que empleó Víctor Pérez Díaz en el lúcido análisis que realizó de aquella etapa de nuestra historia.
Afortunadamente, España no era sólo eso. Había alternativa. Frente a la pérdida de referencia ideológica de la izquierda, el centro-derecha ofreció la referencia estable del reformismo económico; de la sociedad de oportunidades; de la defensa de la democracia liberal; del Estado de derecho y del reforzamiento de las alianzas de seguridad.
No hubo ni desorientación ni incomodidad con los cambios.
Ante la aceleración del proyecto europeo el centro-derecha reaccionó para situar a España como socio fundador del euro.
Ante el desplazamiento del centro político de la Unión Europea afirmó los intereses nacionales y buscó las alianzas necesarias para defenderlos con éxito, como puso de manifiesto el Tratado de Niza.
Ante el nuevo escenario internacional actuó para fortalecer el atlantismo, parte esencial de la historia de España y garantía de seguridad para Europa, lo que nos permitió participar activamente en los centros de decisión de la política internacional.
Y ante los problemas del modelo de bienestar inició un proceso de reformas que hizo posible una mejora sustancial en todos los indicadores sociales, empezando por el más importante, que es el empleo. El número de personas ocupadas pasó de algo más de 12 millones a más de 17 millones; es decir, 5 millones más.
Esa fue la respuesta que el centro-derecha español dio a los desafíos que tuvo que encarar nuestro sistema político: ofrecer referencias, impulsar reformas, cumplir compromisos, generar alianzas. Actualizar y reforzar las bases del sistema para que pudiera hacer frente a los cambios.
Sin entrar en detalles, ese proceso fue interrumpido y revertido rápidamente a partir del año 2004, aunque el mundo seguía moviéndose en la misma dirección y cada vez con más rapidez.
Si hasta entonces se había buscado lo que Enrique Fuentes Quintana dijo de los Pactos de la Moncloa -evitar que España se alejara del núcleo económico y político del cual quería ser parte-, ahora se ofrecía como objetivo nacional exactamente lo contrario.
La izquierda española no se adaptó a los cambios globales. Y cuando perdió el poder no lo vio como un proceso natural de alternancia política lógico después de muchos años de gobierno; ni lo atribuyó a su propio agotamiento ideológico; ni a sus errores de gestión.
Prefirió atribuirlo a un defecto insuperable del sistema que ella misma había contribuido a poner en pie. Y confundió también las razones de su regreso al gobierno. Ciertamente, no toda la izquierda, pero, lamentablemente, sí la izquierda que prevaleció.
Interpretó su participación en los compromisos constitucionales como un error estratégico e inició un proceso de impugnación y de deslegitimación de los mismos. En lugar de adaptarse a un mundo distinto decidió que era España la que debía adaptarse a la izquierda de siempre.
Restó importancia a lo que era decisivo. Ni anticipó ni aceptó la crisis. Mantuvo a la sociedad española al margen de sus propios asuntos; le propuso una agenda de distracción, sólo destinada a encubrir la insolvencia de sus promotores. A ganar tiempo mientras el país lo perdía.
Además, los nacionalismos fueron sobrepasados una vez más por la magnitud de los cambios. Vieron que el mundo se dirigía en sentido contrario al de sus deseos. Constataron que España no sólo no desaparecía sino que alcanzaba éxitos impensables para ellos. Y encontraron en la desafección de la izquierda su oportunidad para proceder a su propio desenganche de los compromisos adquiridos.
Juntos, izquierda y nacionalismo, iniciaron el camino de vuelta hacia las políticas de exclusión que creíamos superadas. El pacto nacional de reconciliación fue sustituido por el “cordón sanitario” y el Pacto del Tinell.
Al pacto institucional sobre el Estado de derecho se opuso una nueva mirada sobre la violencia política, la negociación con los terroristas y el desamparo -cuando no la humillación- de las víctimas.
El compromiso sobre el modelo autonómico fue utilizado para desbordar el funcionamiento del Estado. Se pretendió erosionar la soberanía nacional y las instituciones, y se trató de legitimar sucesivas versiones del secesionismo. Mientras países como Alemania corregían su sistema para hacerlo operativo, en España íbamos en sentido opuesto.
El bienestar social se deterioraba por la falta de reformas, por una tasa de paro abrumadora, por un sistema educativo de muy bajo rendimiento y porque una pirámide de población invertida ponía en grave riesgo la viabilidad de políticas esenciales.
Por otra parte, bajo una supuesta vuelta al corazón de Europa lo que se terminó aceptando fue la quiebra del Pacto de Estabilidad y Crecimiento y la sustitución del Tratado de Niza, tan beneficioso para los intereses de España. Se llevó la crisis al mismo vínculo atlántico y se apostó todo a la carta de un proceso constituyente pronto fracasado.
En el año 2011 los españoles protagonizaron uno de los vuelcos electorales más importantes que cabe recordar. Decidieron reanudar el proceso de modernización que había sido interrumpido en 2004. Eso fue lo que se les propuso.
Lo ocurrido en las urnas no es un episodio electoral más. No es una fase transitoria. Es la recuperación de un camino interrumpido. Para esa difícil tarea los españoles eligieron al Partido Popular.
Ha pasado ya mucho tiempo desde que la izquierda dispuso de su última mayoría absoluta. De hecho, y contra algunos de los mitos políticos recurrentes, conviene recordar que desde 1989 hasta hoy el Partido Popular ha obtenido en el conjunto de las elecciones generales más votos que cualquier otro partido político: más de 64 millones. Y que desde 1996 siempre ha obtenido más de 9,5 millones de votos.
El Partido Popular no sólo es el partido más votado en España en los últimos 25 años, sino que es el partido que ha mantenido un voto más fiable incluso en las circunstancias menos favorables. Y hoy es la única garantía de reforma y estabilidad, por lo que su responsabilidad con sus electores y con España bien puede calificarse como histórica.
Precisamente por la dimensión histórica de esta responsabilidad el voto debe entenderse como lo que es: un mandato para retomar un programa de reformas tan profundo como lo requiere el contexto nacional e internacional y como lo espera y necesita la inmensa mayoría de los españoles; para dar continuidad al proyecto nacional que formuló el Partido Popular ante los españoles y en el que los votantes se reconocieron.
En mi opinión, ese proyecto debe dirigirse específicamente a revitalizar los cinco compromisos fundamentales que definieron la Transición, pero no puede limitarse a evocarlos, a rememorarlos o a celebrarlos. No basta con recordar, hay que reconstruir. Reconstruir a la luz de la experiencia de las últimas décadas.
Necesitamos renovar para actualizar los objetivos históricos de la Transición, con la misma intención y con la misma actitud que en 1978, pero con el contenido que sea necesario hoy.
Debemos atender y encauzar la voluntad de cambio de la que está dando muestras inequívocas la sociedad española. Debemos aprovechar el momento irrepetible en el que nos encontramos. Debemos actuar frente a la fatiga y el desencanto que la sociedad española está manifestando. Esa es nuestra responsabilidad: que la mayoría parlamentaria actual sea garantía del impulso reformador que España necesita.
Y eso, a mi juicio, significa lo siguiente:
Primero, dejar claro que no está abierta la discusión sobre la Nación española ni sobre su soberanía. Fijar como criterio trasversal de todas las políticas el fortalecimiento de la Nación. Asegurar que cualquier acuerdo nuevo se haga para reforzar la Nación y no para debilitarla.
Defender un compromiso no es defender lo que a uno le gustaría que fueran las cosas. Es defender lo que se pactó. Quien rompe los pactos debe asumir que si se reconstruyen no será en los términos que dicte la minoría.
En segundo lugar, renovar y fortalecer el funcionamiento de nuestro sistema democrático y el respeto a la ley y al Estado de Derecho. Hay una crisis política que exige soluciones y reformas políticas. Reformas incisivas, para reforzar y modernizar la democracia representativa, no para liquidarla.
Reformas que significan mucho más que el adelgazamiento del aparato público o el incremento de la eficacia administrativa. Se impone asegurar la división de poderes, mejorando los procedimientos democráticos, corrigiendo la fragilidad de numerosas instituciones y reformando a fondo la organización y funcionamiento de nuestra Justicia.
Una democracia sin partidos fuertes es una invitación a la inestabilidad. Pero los partidos políticos, pieza fundamental del sistema, tienen que ser el cauce de las reformas, no su dique de contención.
Reformas también para asegurar el cumplimiento de la ley y la honradez en la gestión de lo público. Sin ley no hay democracia, y algunos que dicen apelar a la democracia para que se prescinda de la ley están amenazando gravemente los fundamentos más elementales de nuestro Estado Democrático de Derecho.
En tercer lugar, estabilizar definitivamente la estructura territorial, de modo que, garantizando la unidad nacional tanto como la autonomía, se supere el vaciamiento creciente de lo común y se asegure la igualdad de oportunidades, la igualdad de derechos y la solidaridad de todos los españoles. Es hora de incrementar la racionalidad organizativa y económica del modelo territorial, tanto en lo que se refiere al Estado Autonómico como a los entes locales.
Reducir el tamaño de las Administraciones públicas, restablecer la estabilidad y el control presupuestario de todas ellas, garantizar la unidad de mercado y su correcto funcionamiento, y ordenar eficientemente el reparto de competencias, parece hoy indispensable para consolidar el Estado de las Autonomías. Y habrá que instrumentar para ello los cambios normativos que resulten precisos.
El esfuerzo que los españoles hemos realizado para alcanzar el compromiso que equilibra unidad y diversidad en el Estado Autonómico no puede ser malbaratado por la gravísima deslealtad de algunos. Y en nuestra Constitución, tanto como en la decidida voluntad de convivencia de los españoles, hay resortes suficientes para evitarlo.
En cuarto lugar, flexibilizar y estabilizar la economía, porque estabilidad y flexibilidad son las dos claves del euro. Es lo que hace falta para adaptarse a la nueva realidad de la economía mundial; y es lo que se requiere para restablecer una solidaridad entre generaciones que está en riesgo. Es lo que necesitan las clases medias y lo que hará posible el bienestar.
Necesitamos una reforma educativa que asegure la calidad del sistema en todos sus niveles, incluida la universidad. Tenemos que arrumbar prejuicios y cambiar un modelo educativo cuyo problema esencial no está en los recursos de que dispone sino en la pervivencia de paradigmas fracasados.
Nuestro sistema fiscal no se adapta a la sociedad de hoy. Es necesario cambiarlo y ponerlo al servicio del empleo y del crecimiento, no al servicio de las Administraciones.
No podemos resignarnos a ser la sociedad que nuestras Administraciones nos imponen. Ellas tienen que servir a la sociedad que queremos. El progreso de una sociedad no se mide por la dimensión ni por el gasto de las Administraciones. Se mide por la estabilidad de las cuentas; por la tasa de paro; por la calidad de la educación; por la pujanza de las empresas; por la viabilidad de las políticas de cohesión.
Reformar las Administraciones no es solo evitar que hagan lo que no deben. Es también hacer posible el crecimiento, el desarrollo económico y el empleo, que son indispensables para que puedan hacer lo que deben: garantizar la igualdad de oportunidades y la igualdad ante la ley.
Hemos creado un Estado que en ocasiones enfrenta a las Administraciones con la economía; un Estado que a veces tiene intereses que no son los de los ciudadanos. Tenemos que hacer que las Administraciones ayuden a la economía y que sus intereses sean los de todos.
Somos un país grande, y tenemos que ser un país más unido. Si la descentralización se convierte en fragmentación y la regulación, en obstáculo, tenemos un problema. Y lo tenemos.
Por otra parte, es preciso renovar nuestro pacto social para adaptarlo a tres circunstancias que no se votan en las elecciones sino que son realidad lo queramos o no.
La realidad de una unión monetaria de la que formamos parte y de la que necesitamos seguir formando parte, lo que implica la culminación del proyecto para que tenga continuidad.
La realidad de una economía global en la que España y Europa tienen que competir con éxito.
Y la realidad de una demografía y una esperanza de vida que obligan a cambiar políticas y modelos para hacer sostenible el Estado de bienestar y garantizar la cohesión social, como están haciendo ya algunos de los principales países europeos.
Porque de lo contrario será imposible mantener las políticas de cohesión para quienes verdaderamente las necesitan y será imposible generar el crecimiento y el empleo que queremos.
Una de las características más importantes de la situación actual es la ruptura de la solidaridad entre generaciones que se produce como consecuencia de altísimos niveles de endeudamiento y elevados déficits.
Me gustaría decir a los jóvenes españoles que las políticas irresponsables que conducen al endeudamiento masivo y al déficit no hacen más que dificultar sus oportunidades de empleo y lastran gravemente su futuro.
También por todo esto necesitamos un reformismo de alta intensidad.
Finalmente, como quinto objetivo nacional, tenemos que recobrar nuestra posición en Europa y en el mundo. Actuando en las instituciones de la Unión, que es una unión de Estados nacionales y que nunca podrá ser otra cosa.
Dando ejemplo en el cumplimiento de los compromisos, fortaleciendo nuestra relación con los Estados Unidos y América Latina en el marco de una política atlántica redefinida y ampliada.
En las últimas semanas he transmitido a la sociedad española un mensaje claro sobre lo que, en mi opinión, es una situación grave. Lo he hecho convencido y seguro de que es lo que debo hacer.
Hoy he explicado mi idea de la trayectoria de España desde la Transición. De cómo hemos llegado hasta aquí. Y he expuesto lo que yo creo que deben ser los objetivos fundamentales que debemos conseguir en nuestro futuro inmediato.
Alcanzarlos exige de todos una actitud constructiva y decidida, la actitud de no estar contra nadie sino de estar con los españoles. De actuar como parte de una verdadera nación de ciudadanos libres e iguales, de creer en ellos, de contar con ellos, de trabajar por ellos. Como ciudadanos de un país grande e importante, que es lo que realmente somos.
Hagamos que los españoles vuelvan a ser los protagonistas de su mejor Historia. Que se sientan amparados por sus instituciones democráticas y representados por sus partidos políticos.
Que disfruten de las oportunidades que ofrece la libertad y de la seguridad de un modelo de bienestar justo y sostenible.
Que se sientan orgullosos del papel que ejerce España en el mundo.
Y que miren su futuro y el de sus hijos con fundada esperanza.
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