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Homilía del Obispo de Almería en el Domingo de la Santísima Trinidad

homiliaQueridos hermanos sacerdotes y diáconos, religiosas y fieles laicos;

 

Hermanos y hermanas en el Señor:

 

El Señor en su misericordia nos concede celebrar esta liturgia de alabanza y acción de gracias en honor de la santa Trinidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, un solo Dios y comunión de las tres divinas Personas, por cuya acción en nosotros hemos sido amados de Dios, redimidos del pecado y somos santificados. El misterio de Dios nos trasciende y no acertamos a concebirlo mediante el raciocinio de nuestra mente, que, sin embargo, se aproxima al abismo infinito de Dios por imágenes, analogías y comparaciones.

 

Nunca hubiéramos alcanzado este misterio divino sin la revelación de Jesucristo, aun cuando la razón humana intuya algunas realidades o propiedades de Dios que nos permitan penetrar su misterio insondable. Por eso, ante la limitación de nuestro entendimiento finito quiso Dios revelarse en su Hijo amado, por el cual hemos llegado a conocer el misterio del Verbo de Dios, engendrado antes de los siglos en el seno del Padre. Por medio de la revelación de Dios en Jesucristo, en el misterio pascual hemos conocido el amor que Dios nos tiene en la entrega de su Hijo al mundo. La revelación de Dios en Jesucristo nos descubre que “el mundo fue creado por él y para él” (Col 1,16), por Cristo y para Él, porque el mundo fue hecho por la sabiduría de Dios que se nos manifiesta en el mismo Cristo.

 

 

El libro de los Proverbios dice que la sabiduría fue formada por Dios en un tiempo remotísimo, antes de crear el mundo por medio de ella, antes de crear la tierra; y añade: “Cuando colocaba los cielos allí estaba yo; cuando trazaba la bóveda sobre la faz del Abismo; cuando sujetaba el cielo en la altura, y fijaba las fuentes abismales (…) yo estaba junto a él, como aprendiz, yo era su encanto cotidiano, todo el tiempo jugaba en su presencia: jugaba con la bola de la tierra, gozaba con los hijos de los hombres” (Prov 8,22-31).

 

 

Sin embargo, ni en el libro de los Proverbios y los otros libros sapienciales ni en todo el Antiguo Testamento aparece la sabiduría divina como realidad personal. Es la revelación del Hijo de Dios la que abre el texto sagrado del Antiguo Testamento a la comprensión del misterio de Dios como Padre de nuestro Señor Jesucristo, Hijo eterno y Palabra de Dios hecha carne, que es “sabiduría de Dios y fuerza de Dios” (1 Cor 1,24). En Jesús crucificado Dios Padre nos ha revelado su amor al entrega a su Hijo por nosotros, manifestándolo como verdadera fuerza y sabiduría de Dios. Por medio de la predicación del evangelio Dios atrae a los hombres a la fe en Jesús, “el cual se ha hecho por nosotros sabiduría de parte de Dios, justicia, santificación y redención” (1 Cor 1,30). La doctrina del Verbo de Dios es iluminada por la doctrina sobre la sabiduría divina y, a la vez, en ella nos descubre la sagrada Escritura el misterio de la persona del Hijo de Dios, el Verbo que existía en el principio, como dice el prólogo al evangelio de san Juan: “…y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios” (Jn 1,1). Jesucristo es el Verbo encarnado de Dios, por cuyo medio fue hecho el mundo creado: “Por medio de él se hizo todo, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho” (1,3). El Hijo de Dios, engendrado en el seno del Padre antes de los siglos es por su encarnación la revelación de Dios mismo, a quien nadie ha visto jamás (cf. Jn 1,18): “imagen visible del Dios invisible, primogénito de toda criatura; porque en él fueron creadas todas las cosas” (Col 1,15-16). El Hijo es “reflejo de la gloria e impronta del ser del Padre, que “sostiene el universo con su palabra poderosa” (Hb 1,3).

 

 

El Hijo es revelación de la vida que hay en Dios, fuente de la cual dimana toda vida creada. El Hijo, vida que estaba en Dios, “es la luz de los hombres” (Jn 1,4). Es él quien nos descubre el misterio de amor del Padre, «todopoderoso creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible» (Credo), que todo lo ha creado por amor y que por eso nada odia de cuanto ha sido hecho: “Él todo lo creó para que subsistiera y las criaturas del mundo son saludables: no hay en ellas veneno de muerte ni el abismo reina en la tierra” (Sb 1,14), y sólo “por envidia del diablo entró la muerte en el mundo y la experimentan los de su bando” (Sb 2,24).

 

 

San Pablo dice que en Jesucristo, Hijo de Dios crucificado por nuestros pecados, “Dios mismo estaba ha reconciliado al mundo consigo, sin pedirle cuenta de sus pecados” (2 Cor 5,19); y “ya que hemos recibido la justificación por la fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo”(Rom 5,1), como hemos escuchado en la segunda lectura. Gracias al don de la fe en su sangre redentora, hemos accedido a la gracia de la reconciliación, llegando al conocimiento del amor misericordioso de Dios Padre revelado en la cruz de Jesús.

 

 

Como ministros de la palabra del Evangelio, vosotros, queridos hijos que hoy recibís el sagrado Orden del Diaconado, habéis de llevar a los hombres de nuestros días el mensaje de este amor misericordioso en el cual Dios se da a conocer como creador y amigo de los hombres, y revelando su amor revela el misterio de la divina Persona de su Hijo nuestro Señor Jesucristo. Como ministros de la caridad en la Iglesia habéis de manifestar que esta caridad por los hombres nuestros hermanos dimana de la caridad de Dios manifestada en la entrega de Cristo hasta la muerte en cruz por nosotros.

 

 

Frente a los egoísmos de un mundo sin corazón, el mensaje del que vosotros sois portadores llevando al mundo la noticia de Dios amigo de la vida, vuestro servicio a los pobres y a los necesitados está llamado a desbloquear el corazón rebelde a Dios, dando a conocer la verdad honda del mensaje: que Dios ama el mundo y que él no ha hecho la muerte; que Dios no es enemigo del hombre ni la práctica de la religión es contraria a la justicia. La caridad asistencial y de promoción humana con que la Iglesia sale al encuentro de los necesitados no se puede separar de la fe que la inspira, fe por la cual los discípulos de Cristo están dispuestos a afrontar las tribulaciones que les ocasionan cuantos se oponen al Evangelio y a la libertad religiosa de las conciencias, de cuantos odian injustamente la fe cristiana.

 

 

No sería posible soportar al cristiano la tribulación sin los beneficios que de la tribulación se siguen para quien tiene fe, porque produce constancia y esperanza en el triunfo final del amor de Dios. Esta esperanza se fundamenta en la revelación del amor de Dios, en que hemos conocido el amor divino, la comunión de amor de la Santa Trinidad, que nos ha hecho partícipes de la vida divina; así tenemos una esperanza que no defrauda “porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rom 5,5).

 

 

El santo Maestro Juan de Ávila, recientemente declarado por Benedicto XVI doctor de la Iglesia universal, vivió la singular experiencia del amor divino en mística comunión con Cristo crucificado, sabiduría y fuerza de Dios, enseñándonos a vivir de este divino amor que se nos revela en la cruz de Jesús. Ahondando en la doctrina de la Trinidad, el santo doctor nos enseña que hay una cierta analogía entre la encarnación del Verbo, revelación del amor de Dios Padre y la que él llama «espirituación» del Espíritu Santo en nosotros (n. 18), mostrándonos así los efectos del derramamiento del Espíritu Santo sobre los creyentes en Cristo. Predicando sobre los discursos del Paráclito en san Juan, que hemos escuchado, se detiene en la pena que sienten los discípulos por la marcha y el retorno de Jesús al Padre y, ante la promesa de Jesús: que el Padre enviará otro Consolador en su nombre, comenta el santo doctor: «¿Quién es este Consolador que habéis de enviar? —Espíritu de verdad, que morará en vosotros, que os enseñará verdades, no opiniones ni engaños (n. 7) […] ¿Quién remediará tan gran pérdida? ¿Quién curará esta llaga que la ausencia de Cristo causó en los corazones de los apóstoles? Gran llaga de amor fue ésta, necesidad tiene de gran remedio y cura (n. 12) […] No otro sino Dios pudiera curar esta llaga; y éste es argumento muy grande para creer que el Espíritu Santo es Dios, porque si fuera menos que Dios, no pudiera consolar y curar la llaga que Cristo había hecho con ausencia. Jesucristo es Dios; si el Consolador que había de enviar fuera menos que Jesucristo, no fuera Dios, y así no pudiera curar la llaga de haberse ido Cristo […] Cierto no bastara a henchir aquel seno sino el Espíritu Santo, que es también Dios como Jesucristo (n. 13).»

 

 

Estas palabras del santo Maestro Ávila nos ayudan a mejor comprender el evangelio de san Juan que hemos proclamado: el Espíritu Santo ha sido derramado en nuestros corazones y este Espíritu que procede del Padre y del Hijo es el que sostiene nuestra esperanza, porque en realidad es él quien en nosotros soporta la tribulación y nos guía en la fe como mensajeros de la buena Noticia de la salvación. Es él quien conduce a los discípulos de Cristo al conocimiento de la verdad plena, que Dios nos ha revelado para la salvación. Él sostiene y garantiza la enseñanza de la Iglesia; y él hace infalible el magisterio de los pastores porque es él el que sustenta la infalible fe de la Iglesia cuando cree lo que nos ha sido revelado sobre el misterio de Dios.

 

 

Vosotros, queridos hijos, que recibís hoy el Espíritu Santo que os marcará con el sello de su presencia, eligiéndoos como ministros de la palabra y de la caridad de Cristo, ¿qué otra cosa podéis pedir del Padre por Jesucristo sino este mismo Espíritu Santo? Con palabras del santo Maestro Ávila: «¿Qué pides? ¿Qué buscas? ¿Qué quieres más? ¡Que tengas tú dentro de ti un consejero, un ayo, un administrador, uno que te guíe, que te aconseje, que te esfuerce, que te encamine, que te acompañe en todo y por todo!» (n. 19).

 

 

Pedídselo así al Padre, para que por el Espíritu que se os da, por su acción en vosotros, os mantengáis en tal forma unidos a Cristo que los hombres sólo vean en vosotros al gran Diácono del Padre, el que por nosotros y por nuestra salvación descendió del cielo y se hizo hombre haciendo de las entrañas de la Virgen Inmaculada. A ella, a cuyo cuidado maternal, os confiamos, mientras suplicamos a todas los religiosos y religiosas de clausura, “centinelas de la oración continua” que no dejen de encomendaros, a vosotros y a todos los ministros del Señor, hoy, día en celebramos la tradicional jornada «Pro orantibus», de todos cuantos oran por la Iglesia y por la salvación del mundo que ella anuncia y lleva a los hombres.

 

 

Hoy con particular amor pedimos al Señor vocaciones consagradas a la oración; y a cuantos se consagran a orar, les pedimos que oren por vosotros, para que con la ayuda del Señor alcancéis la meta de vuestra vocación y lleguéis al sacerdocio de Cristo que esperáis ejerce por amor suyo y misericordia de la santa e indivisa Trinidad de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, a quien sea dada la gloria ahora y por siempre. Amén.

 

 

 

+ Adolfo González Montes

 

Obispo de Almería

 

 

 

Escrito por en 1 jun 2013. Archivado bajo Almería, La Ventana de la Fe.
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