2012: bienvenidos al Infierno
“Serían poco menos de las diez de la mañana cuando la sociedad se colapsó. La noticia, como un fatal relámpago cargado de desolación, estremeció la ciudad de punta a cabo, repercutió en los hogares, restalló en las fábricas y las oficinas, e hizo sonar a un sinfín de teléfonos, los cuales repicaron insolentes al unísono en todos los despachos y en todos los bolsillos. Las autopistas, inopinadamente, se vieron jalonadas en los arcenes por un incontable número de vehículos detenidos, cuyos conductores hablaban angustiosamente por sus aparatos móviles; pero enseguida, el mundo pareció perder el juicio. Los que se encontraban trabajando cuando les sorprendió la noticia, apresuradamente abandonaron sus puestos y regresaron a su casa tan rápido como pudieron; los que estaban en su casa, con desconcertada urgencia corrieron a recoger a sus hijos de los colegios; y quienes estaban en la calle o haciendo la compra, víctimas del pánico dejaron cuanto tenían entre manos y retornaron apresuradamente a sus hogares. Sólo algunos, hieráticos como estatuas de carne gélida, permanecieron paralizados por la noticia, y algunos otros, lasamente, metieron su rostro entre las manos para que nadie pudiera contemplar su llanto.
Luego, llegó la calma. Una imposible quietud narcótica, como la de un boxeador grogui que trastabillara sobre el cuadrilátero. Mientras las calles deshabitadas y silenciosas, tan sólo sobresaltadas el aullido esporádico de algunas sirenas de patrullas de policía o por el severo ronroneo de las cadenas de los carros de combate que tomaban puesto en los lugares estratégicos que les habían designado sus mandos, parecían remedos de ciudades fantasma, las familias en pleno, reunidas frente a los televisores, contemplaban con el aliento contenido las frenéticas noticias que se sucedían vertiginosamente en las pantallas. Las primeras imágenes de la destrucción no podían ser más escatológicas, siendo imposible concebir tanto daño en tan poco tiempo. Noticias que cada tanto eran interrumpidas por la compungida voz de algunos reporteros que alertaban sobre nuevas catástrofes semejantes que se estaban verificando en otras ciudades, los cuales se sabían voceros de la mayor tragedia que había sacudido a la sociedad en todos los tiempos, no pudiendo alguno de ellos contener su propio pánico y su angustia. Voces temblonas y exaltadas que contrastaban con las metálicas de los portavoces militares que, en escuetos y duros mensajes, aseguraban haber infligido mayor daño al enemigo. ¿Enemigo?…, ¿quién era el enemigo?…
Al final, el hombre lo había conseguido: ya era capaz no sólo de destruirse virtualmente, sino que las propias ciudades eran nada más que montañas de escombros y sus habitantes pilas baldías de carne calcinada. Desde la lejanía desde las que retransmitían las cámaras en las relativas proximidades de Roma, no se podía atisbar siquiera la majestuosidad de la Cúpula de San Pedro, sino apenas docenas de columnas de humo que parecían deformes columnas que sujetaran un horroroso cielo pardo y negro que amenazaba con desplomarse sobre el mundo y su humanidad. Otro tanto sucedía con París, Londres, Washington, Madrid… Orgullosos promontorios de escombros carbonizados eran las ciudades que fueron un día memoriales de urbanismo, arte, vida y progreso; soberbios farallones de ruinas circundaban todo horizonte de las cities donde se amasó el oro de las cornucopias del lujo y el poder; riadas de coches abandonados por inservibles colapsaban los accesos a lo que fueron las altivas urbes, ahora convertidas en objetivos nucleares; y de ellas surgían, fantasmales, exiguas columnas de supervivientes que, vagando hacia ninguna parte como autómatas averiados, parecían levitar en el desaliento, con la carne cayéndoles a jirones de sus cuerpos y entre llantos y lamentos por haber sobrevivido a la catástrofe. Las imágenes se sucedían enloquecidas, mezclándose las inenarrablemente acibaradas de la desolación con otras de miríadas de personas furibundas, en los supermercados y las calles de las ciudades que no habían sido atacadas todavía, las cuales pugnaban con violencia extrema por acopiar tantos alimentos como pudieran para huir… Huir, sí; pero ¿huir adónde?… ¿Dónde huir que la muerte no llegara mejor pronto que tarde?… ¿Huir de quién?… ¿Quién era verdaderamente el enemigo?… Y, sobre todo, ¿para qué huir?… Al final, se consumirían los alimentos, llegaría la radiación y, aunque se sobreviviera, todo estaría contaminado por la radioactividad durante días, semanas, meses, años, siglos… En cualquier caso, quedaba claro que la vida, el mundo y el orden tal y como se conocían, se había extinguido súbitamente, y, aún en el caso de sobrevivir algunos, ante la ignorancia o la imposibilidad de comenzar desde cero, era probable que se convirtieran en animalescos antropófagos. Nada, se sobreviviera o no, sería ya igual o parecido. Alguno, entonces, miró a sus hijos y pudo sondear en sus ojos infantiles el vertiginoso abismo sin fondo de su porvenir baldío. ¡Bendito el vientre que no concibió y los pechos que no amamantaron!
El hombre, finalmente, como tantos profetas y hombres sensatos habían predicho, advirtiéndolo, había sido su propia víctima: eso es lo único que había conseguido. Jamás aprendió a convivir con sus semejantes. Con denodado esfuerzo salió de su gruta milenios atrás, con sangre y dolor aprendió a trepar a lo más alto de la Ciencia y el Conocimiento para, finalmente, arrojarse por el precipicio, en un suicidio colectivo. Repentinamente, ahora nadie recordaba que hubiera algo que se llamara paz, amor o futuro, ni siquiera si fue en Irán o en otro sitio donde estallara el último latido humano. Nada tenía ya sentido, ni siquiera el presente, ni aún la propia supervivencia o la de los propios hijos. Había llegado la hora veinticinco, y a esa hora sin manecillas no le correspondía ningún sueño, ninguna esperanza, ningún tiempo. El devenir del hombre, por fin, se había agotado al alcanzar al último de los hombres, porque todos sabían, aunque se lo callaran, que todos estaban ya condenados y que aquella guerra era la única en la que el vencido era la especie humana.
Los pensamientos eran densos, y la tribulación se hacía visible en los rostros constreñidos por el horror y el desconcierto. Muchos lo habían avisado, pero nadie creyó verdaderamente que ese día llegaría, que, aún en el peor de los escenarios imaginables, habría un último instante de cordura para que el cataclismo no se produjera. Pero el reloj de la Historia había seguido corriendo, mientras las diferentes crisis que había experimentado la sociedad no fueron aprovechadas para cambiar el rumbo que conducía únicamente al holocausto. Y el reloj, al fin, consumó su tiempo y se consumaron los vaticinios, tal y como lo anunciaron súbitamente las innumerables sirenas que desde las calles desiertas urgían a la población a refugiarse en sótanos o en el metro, instantes antes de que una cegadora luz, casi divina, inundara todos los rincones y empujara a los hombres a cubrirse el rostro con sus brazos, a pesar de lo cual pudieron ver, a través de los párpados, cómo la luz se irisaba en torbellinos de una belleza extrema que les consumía, reduciéndoles a polvo. Nadie pudo escuchar que casi al instante, un viento desolador y un aullido como surgido del mismo corazón del Infierno, barría los últimos reductos donde la humanidad conservaba su verticalidad y su latido, dando carta de naturaleza a la Destrucción Total Mutua Asegurada que se habían juramentado los eternos enemigos… de la humanidad.”
Naturalmente, esto es nada más que ficción, pero con grave riesgo de convertirse en realidad cualquiera de estos días en Oriente Medio, si es que no detenemos hoy y para siempre a todos estos locos que, con sus juegos de poderes económicos y con sus armas de destrucción masiva, están planificando masacrarnos a todos sólo por acopiar más poder y más haberes, acaso convirtiéndose en los reyes del cementerio. Tienen sus refugios subterráneos y han tomado sus medidas para salvarse a sí mismo, y cree esa elite que ellos sí podrán sobrevivir, aún en el peor de los casos, sin importarles en qué da el resto del género humano. Es la hora veinticuatro: la de la verdad. Es la hora de levantarse o de sucumbir, y debemos decidirnos por lo primero antes de que suenen las alarmas o el relámpago de las noticias nos sorprenda en nuestras rutinas egoístas. Cada cual, desde su puesto, debe asumir su responsabilidad y comprender que moros o cristianos, blancos o negros, orientales y occidentales, somos hijos de un mismo Dios y, por ello mismo, hermanos que deben compartir el pan y la sal y el vestido y la risa o el dolor. O todos, o ninguno. La hora veinticinco, está ya al caer.
-Ángel Ruiz Cediel-