Homilía del Obispo de Almería en la Misa del XIV Aniversario de la Consagración Episcopal
Queridos hermanos sacerdotes, diáconos, religiosas y seminaristas,
Hermanos y hermanas:
En este aniversario de mi consagración episcopal, me concede el Señor por su gracia, poder celebrar esta liturgia eucarística de alabanza y acción de gracias, en la que se expresa sacramentalmente el misterio de la Iglesia. En la Eucaristía, en efecto, se manifiesta la Iglesia como congregación de los fieles, sacramento de la unidad del género humano. Esta unidad es nota de la Iglesia realizada históricamente anticipa la unidad plena que sólo llegará cuando “Dios sea todo en todos” (1 Cor 15,28). La Eucaristía realiza la unidad de los fieles en Cristo y en ella se anticipa la unidad de los hombres en Dios. (Contiene archivo fotográfico en leer más)
La unidad de los hombres en Cristo es, en verdad, obra de aquel “que obra todo en todos” (1 Cor 12,6), el que es “un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, actúa por todos y está en todos” (Ef 4,6). Esta unidad no la alcanza el género humano por su propio esfuerzo, siendo como es obra divina. Dios ha querido que acontezca por mediación de Jesucristo, el único Señor en cuyo nombre somos salvados por la obra redentora de su cruz, muerte y resurrección. Dios Padre de los hombres ha querido que esta unidad venga a ser el resultado del retorno a Dios de los que se alejaron de él por el pecado y ahora tienen en Jesucristo su Hijo acceso a la unidad perdida. Es ésta la unidad que se manifiesta en la Iglesia, reunión de la humanidad consciente de haber sido redimida.
Dios ha querido, además, que esta recomposición de la unidad de los hombres, don preciso de la reconciliación en la sangre de Cristo, llegue a ser realidad por medio de la misión apostólica de la Iglesia que Jesucristo confió a sus apóstoles, a los cuales entregó el poder de perdonar los pecados y la Eucaristía, sacramento de la unidad. Cristo confió a los Apóstoles el mandato de predicar y enseñar a todas las naciones como convocación de los hombres que los allega a “la asamblea de primogénitos inscritos en el cielo” (Hb 12,23). El bautismo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo es inseparable del anuncio del Evangelio, que suscita la confesión de fe en Cristo, medio de entrada en la congregación de los santos. La misión de la Iglesia es loa obra de evangelización, por cuyo medio la humanidad recobra la unidad perdida por la dispersión originada por el pecado y simbolizada en la confusión de las lenguas. Se hace así eficaz la muerte de Cristo, origen de la congregación de los fieles, como dice el evangelista san Juan, dando razón de la profecía del sumo sacerdote sobre la conveniencia de que un solo hombre muriera por el pueblo: “profetizó que Jesús iba a morir por la nación —y no sólo por la nación, sino también para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos” (Jn 11,51b-52).
La evangelización es mandato y misión, y su meta es la realización sacramental de la unidad de la humanidad en el amor de Dios, que se ha manifestado en la muerte y resurrección de Cristo, contenido de la Eucaristía. Por eso, corresponde a toda la Iglesia, por designio de Dios, la tarea evangelizadora que conduce a la unidad; y es en especial competencia de los ministros del Evangelio, porque a ellos confió el Señor la misión evangelizadora como misión apostólica por excelencia. Es a ellos a quienes Dios llama y otorga una vocación específica en orden a la misión, que se convierte en obra de topda la Iglesia por su medio y gobierno pastoral. Dios, autor de la dignidad humana y dispensador de toda gracia, atrae hacia sí y purifica los labios del que elige para el Evangelio, como eligió y purificó los labios de Isaías para el ministerio profético.
Como todos los demás llamados a la vocación universal en Cristo, a quienes Dios purifica y perdona la culpa contraída ante él, los ministros del Evangelio tienen necesidad de purificación. Estos días hemos orado por la santificación de los sacerdotes como homenaje al Santo Padre, en el sexagésimo aniversario de su ordenación sacerdotal. Benedicto XVI viene insistiendo en la importancia que tiene la para la vida de la Iglesia y su misión la santidad de los ministros y las singulares exigencias que tiene la vocación universal a la santidad en los llamados al sacerdocio y al ministerio del Evangelio. Si como sucesores de los Apóstoles los obispos hemos sido llamados para desempeñar sacramentalmente el sumo sacerdocio de Cristo, como dice santo Tomás de Cantorbery, no podemos dejar de considerar que hemos de hacernos dignos del ministerio que se nos confía, pues es él, el Sumo y eterno sacerdote, cuyas veces hacemos en la tierra, el que observa desde lo más alto de los cielos nuestras acciones e intenciones.
Siempre me han impresionado las palabras del mártir: “Si nos preocupamos por ser lo que decimos ser y queremos conocer la significación de nuestro nombre —nos designan obispos y pontífices—, es necesario que consideremos e imitemos con gran solicitud las huellas de aquel que, constituido por Dios Sumo Sacerdote eterno, se ofreció por nosotros al Padre en el ara de la cruz” (Carta 74: PL 190, 533s). Cristo, en efecto, nos asocia al ejercicio de su sacerdocio y esta asociación sólo halla cumplimiento eficaz en la configuración existencial y vivencia mística de la entrega de Cristo a la cruz: oblación sacerdotal que redunda en la construcción de la Iglesia como ámbito del culto nuevo. Por eso, continúa el santo obispo mártir: “Nosotros hacemos su vez en la tierra, hemos conseguido la gloria del nombre y el honor de la dignidad, y poseemos temporalmente el fruto de los trabajos espirituales; sucedemos a los apóstoles y a los varones apostólicos en la más alta responsabilidad de las Iglesias, para que por medio de nuestro ministerio, sea destruido el imperio del pecado y de la muerte, y el edificio de Cristo, ensamblado por la fe y el progreso de las virtudes, se levante hasta formar un templo consagrado al Señor” (ibid.).
El Obispo no podría realizar tan vasta tarea sin la colaboración y participación de todos los fieles en la obra de evangelización y construcción de la Iglesia: sin la colaboración de los demás ministerios ordenados, de los religiosos y religiosas, y el apoyo del apostolado laical. Aún así, su santidad personal y su permanente voluntad de santificación ha de estimular en todos la imitación de las virtudes y el fortalecimiento de la unidad, que resulta en modo propio del compromiso apostólico y pastoral del Obispo y de los sacerdotes, con la ayuda de los diáconos, por mantener ensamblado el cuerpo de los fieles, el cual resulta de la unidad de acción del mismo Espíritu en todos los bautizados: “Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres. Y todos hemos bebido del mismo Espíritu” (1 Cor 12,13).
Para que esta colaboración sea fructuosa, queridos sacerdotes y diáconos, es necesaria la actuación de consuno en la comunión plena con el Obispo, pues nuestras obras no pueden desdecir el ministerio que representamos. Sin esta comunión no es posible la celebración eucarística que presiden los presbíteros y sirven los diáconos por mandato del Obispo. La Eucaristía realiza y manifiesta aquella nota constitutiva de la identidad de la Iglesia sin la cual no podría darse como Iglesia: la unidad que la cualifica en el tiempo, mientras dura su misión, como«una sancta catholica et apostolica Ecclesia Christi».
El carácter apostólico de la Eucaristía se manifiesta en el hecho de que la Eucaristía “es un don que [la comunidad] recibe a través de la sucesión episcopal que se remonta a los Apóstoles. Es el Obispo quien establece un nuevo presbítero, mediante el sacramento del Orden, otorgándole el poder de consagrar la Eucaristía. Pues «el Ministerio eucarístico no puede ser celebrado en ninguna comunidad si no es por el sacerdote ordenado, como ha enseñado expresamente el Concilio Lateranense IV” (Juan Pablo II, Carta encíclica Ecclesia de Eucharistia, n.29).
Queridos hermanos sacerdotes y diáconos, la unidad eclesial que realiza la Eucaristía se realiza en la comunión apostólica con el Obispo, garante de la acción evangelizadora. Las diferencias legítimas entre los que formamos la Iglesia no pueden justificar ni las rupturas ni la desobediencia disciplinar. Tampoco el pluralismo legítimo puede conducir a la disgregación de la comunidad, que destruye su unidad. Toda ruptura es fruto del pecado y negación pública de la santidad de vida. La obstinación en hacer prevalecer la propia concepción de la vida eclesial amenaza la comunión, y quien sacrifica la unidad de la Iglesia se excluye a sí mismo de la comunión eclesial. El ministerio sacerdotal sirve a la comunión eucarística, por cuyo medio los fieles participan de la vida divina y se nutren de la palabra de Dios hecha carne. Todos, pastores y fieles, ministerios y carismas están al servicio de la edificación de la Iglesia, pero el ministerio sacerdotal, ministerio por excelencia de la unidad, es inseparable de la Eucaristía. Juan Pablo II lo recordaba en su encíclica: “Si la Eucaristía es el centro y cumbre de la vida de la Iglesia, también lo es del ministerio sacerdotal. Por eso, con ánimo agradecido a Jesucristo, nuestro Señor —decía el beato pontífice— reitero que la Eucaristía «es la principal y central razón de ser del sacramento del sacerdocio, nacido efectivamente en el momento de la institución de la Eucaristía y a la vez que ella» [Carta ap. Dominicae Cenae, 24 feb. 1980, n. 2]”(EdE, n.31).
La Eucaristía, sin embargo, no es el punto de partida de la comunión, pues la presupone, ya que hace la unidad y la expresa en la común confesión de fe, fruto de la evangelización (cf. EdE, n.35). Hoy hemos de poner el mayor empeño en lograr una fe madura, tarea de nueva evangelización, mediante la acción apostólica de pastores y fieles. Los pastores como ministros de la evangelización y los fieles como cooperadores y testigos que acreditan con su vida la predicación apostólica, aun cuando su testimonio tenga que entrar en contradicción con una sociedad alejada del Evangelio. Quiera Dios que, siguiendo la recomendación de san Pablo, los obispos acertemos a confiar a los colaboradores que Dios quiere el Evangelio: “hombres fieles, capaces a su vez de ensañar a otros” (2 Tim 2,2); y que los sacerdotes susciten aquellas vocaciones que a ellos con la colaboración con sus comunidades corresponde suscitar y promover.
Rezad por mí para que sepa y acierte a hacerlo y no me sustraiga a la tarea. Como dice santo Tomás de Cantorbery hemos de hacer realidad con las obras lo que prometimos en nuestra consagración; porque, en efecto: “La mies es abundante y, para recogerla y almacenarla en el granero del Señor, no sería suficiente ni uno ni pocos obispos” (Cit. de la Carta74: PL 190, 533-536). Que así nos lo conceda la santísima Virgen María, madre y señora nuestra, en quien hemos puesto nuestra confianza de hijos por aquel que nos la entregó junto a la cruz.
Adolfo González Montes
Obispo de Almería